Las cifras son exorbitantes, 36.000 millones de fotos subidas al año a Facebook, 5.000 millones a Flickr, 5 millones se suben al día en Instagram, 64.000 millones de mensajes en un solo día por whatsapp, etc. La fotografía se ha convertido en un elemento estrella de consumo inmediato.
Todos coincidimos que las cámaras de los móviles han mejorado mucho, lo suficiente para que esas imágenes tomadas con nuestros teléfonos sean utilizadas para las redes sociales. “¿Me echas una foto?”.
Esa foto “recuerdo” para compartir de forma instantánea con tu familia o amigos desde Tokio o Berlín, con una calidad de imagen en pantalla de un dispositivo móvil fantástica, sin más pretensiones de que dure ese tiempo efímero de minutos, horas o algunas veces días, con una cámara compacta, móvil, o incluso “camarón” de 2.000 € puesto eternamente en modo automático, a ese tipo de imagen, le llamo yo, “echar una foto”.
Sin embargo, hay otro tipo de imágenes, que pueden ser realizadas con las mismas máquinas que en el caso anterior, que dan un paso más en la búsqueda del elemento artístico, conceptual, técnico, compositivo, que convierten la foto en un elemento de producción cultural, con la sana intención de perdurar algo más en el tiempo. A veces coinciden con eventos o circunstancias importantes en nuestras vidas que nos gustaría recordar de una forma especial y otras no: solo por el placer que nos supone. Esas otras, son fotos hechas, no echadas.

Respeto por supuesto cualquiera de los tipos, cómo no, pero el problema cultural, incultural, de nuestra sociedad es que vale lo mismo ocho que ochenta, y la gente ya no distingue entre echar o hacer una foto, como no distinguen entre  entre una pintura original y su copia, un grabado o una lámina, el jamón serrano del jamón de york. Que cada uno consuma lo que quiera, pero no existe el euro a 80 céntimos, por mucho que insistan en decirnos que ya no hay que revelar los carretes.

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